martes, 10 de mayo de 2011

Primer Premio Relato Breve del Primer Certamen Literario de Mujer


LAS TRIBULACIONES DE UNA MUJER TALLUDITA
Teresa Piedrafita Gistao

Salté de la cama. Sin necesidad de mirar el reloj, por la luz, sabía que era muy tarde. Me vestí apresuradamente y, sin desayunar, recogí los bártulos que la noche anterior había dejado ligeramente ordenados en la habitación y corrí a la calle en busca de un taxi.
            Mientras me acomodaba en el taxi me percaté de que no había hecho otra cosa que lavarme los dientes, mojarme la cara y ordenarme un poco el pelo. Me reí de mi misma al pasar por mi cabeza la idea de encontrar a alguien interesante durante el viaje. ¡Y para eso he sacado primera clase, qué desastre!
            La madre de mi mejor amiga dice que aunque tengamos que hacer un sacrificio económico, cuando viajamos solas –las chicas—debemos hacerlo en primera clase. En los trenes se puede conocer a los hombres más interesantes, los que saben vivir porque no tienen prisa y, en definitiva, los que se van a ocupar de ti y de tus ocios, no sólo de sus negocios. Siempre me han hecho gracia las teorías de esta señora. Recuerdo que para saber si un chico nos convenía, en el momento de las presentaciones, debíamos fijarnos en tres cosas, según ella imprescindibles: el pelo, las uñas y los zapatos. Algo sabría ella cuando se había casado un par de veces. Y bien, por cierto.
            Le pedí al taxista que fuese lo más rápidamente posible, pues corría el riesgo de perder el tren. Se encogió de hombros, me miró a través del retrovisor y dijo desafiante:
-         ¡Y si me multan, qué!
            Le comenté que no era necesario que se saltase los semáforos, simplemente que fuese rápido, que a esas horas de la mañana todavía no había demasiado tráfico. Me dijo ese <<qué>> con chulería. Entonces me fijé en un  cartelón que llevaba al lado del taxímetro, decía: “Prohibido fumar”. Eso chocaba con el apestoso purito que llevaba en la boca y que no se quitó ni para hablarme. En otro momento me hubiese enzarzado con él en mi discusión favorita sobre los derechos de los usuarios, pero mi deseo de llegar a tiempo para tomar el tren podía más.
            Entré como una flecha en la estación. Pregunté dónde estaba estacionado el tren con destino a San Sebastián y subí. Maldije cien veces el regalo que llevaba para los novios, aparatoso e incómodo. <<¡También soy idiota –pensé—mira que llevarles un jamonero!>>. Después de comprarlo me di cuenta de lo ridículo que era verlo desnudo, sin jamón. Parecía un instrumento quirúrgico.
            Con el jamonero a cuestas y atrancándome entre las filas de asientos, al fin encontré el mío. Nada más sentarme vi que mi compañero de asiento era un cincuentón de aspecto agradable.
            Iba junto a la ventanilla y dejó caer este comentario:
            -¿Adónde irá esa señora corriendo por el andén agitando un par de zapatos en la mano?
            Miré con el rabillo del ojo, como si yo no pudiese conocer a nadie tan ordinario como para correr con un par de zapatos en la mano, al tiempo que se me escapaba un:
            -¡Mamaaaaaá! Mi madre, es mi madre. Ah. Son los zapatos que debo llevar a la boda. Los habré olvidado en casa con las prisas.
            El hombre se ofreció a bajar a recogerlos. De pie le di las gracias, a la vez que repetía azorada:
-         Sí, sí, por favor…
            En ese instante el tren comenzó a moverse. El hombre no atinaba a coger los zapatos que mi madre le ofrecía corriendo tras el tren. Como la marcha era aún lenta, el hombre bajó de la plataforma, pero un encontronazo con mi madre, que a punto estuvo de dar con los dos en el suelo, hizo que no pudiera volver a subir.
            Desde la ventanilla, vi todo sin poder hacer nada. Lo peor fue lo ridículos que estaban los dos corriendo tras el tren con un zapato cada uno. El tren se alejaba. Mi madre aflojaba la marcha; el pobre señor seguía intentando agarrarse al vagón sin éxito.
            ¿Qué podía hacer yo? Llamar al revisor, claro, para que se hiciesen cargo de las cosas de este pobre hombre. Al mirar hacia su asiento vi, no solo su maletín, sino, lo que es peor, un pequeño ordenador personal abierto como para pasarse el viaje tonteando con él. En ese momento tuve un conato de risa que disimulé como pude.
            Antes de perder de vista al esforzado compañero de viaje, me di cuenta de que había olvidado echar una ojeada a su pelo, sus uñas y sus zapatos.
            -¡Pero qué mala pata! Igual acabo de perder la oportunidad de mi vida…

            De todas maneras, creo que la cosa no hubiese empezado bien. Mientras se alejaba el tren le vi manotear al hablar con mi madre. Seguro que le echó la culpa a ella de haber perdido el tren. No se puede comenzar bien una relación amorosa peleándose con la futura suegra. La primera agarrada suele ser en los prolegómenos de la boda, cuando ella –la suegra—se empeña en invitar a esos vecinos impresentables o a esos primos que una vez fuimos a ver por obligación y que no nos dieron ni agua.
            Me dejé resbalar en mi asiento de primera clase esperando la llegada del revisor. Tenía un gran sentimiento de culpa, agravado por la risa contenido que un par de veces hube de reprimir. Sobre todo cada vez que miraba el absurdo ordenador desplegado encima del asiento. El ordenador se preguntaría –pensé--: <<Para qué me habrá enchufado este tío?>>. ¿Y si le había hecho perder un buen negocio?. O una cita amorosa. Claro que a una cita amorosa no se va con ordenador. De ser así, habría por ahí una mujer que debería agradecerme mi olvido de los zapatos. Un hombre que va a una cita amorosa con su ordenador personal a cuestas es como si en la noche de bodas te sale del baño con su osito de peluche.
            Cuando comenzaba a pensar en el trastorno que me iba a causar el presentarme en la boda sin zapatos, llegó el revisor:
-         Menuda la que ha armado, ¿eh?
            Traté de hacerle entender que no había sido mi intención, que él se prestó voluntariamente a recoger mis zapatos.
            Cuando le pregunté qué podía hacer con sus pertenencias, me miró con asombro y dijo:
-         Cómo, ¿no iba con usted?
-         Que yo sepa, no, respondí.
            Movió la cabeza y continuó:
-         Bueno, vamos a recoger las cosas de este hombre, por lo menos
que se encuentre todo en orden cuando acuda a recogerlas.
            Una vez resuelto el incidente, pensé que, sola en el tren, tenía tres horas por delante para encontrar la solución. ¿Cómo iba a resolver lo de los zapatos? Llevaba puestos unos viejos mocasines y, además, eran marrones. Yo los necesito negros y con tacón.
            Había decidido tomarme las cosas con tranquilidad. Pues no había salido yo airosa de situaciones peores…
            Qué indocumentada soy –me decía a mi misma--, mira que no tener una Visa que llevarme a la boca. Ahora que recuerdo, tuve una, pero durante un puente largo se la tragó un cajero automático. Cuando fui a recogerla, en el banco me dijeron que estaba caducada; por eso se la había engullido el voraz cajero. No quise saber más de ella y ahora lo siento.
            Al recordar lo que me ocurrió hace tiempo en uno de esos cajeros no puedo dejar de sonreír. Era un día que salí de compras y gasté todo lo que llevaba en efectivo. Después había quedado con una amiga para tomar una pizza y decidí sacar 50€ de uno de esos cajeros. Metí la tarjeta, marqué mi número secreto y, cuando estaba empezando a leer la siguiente instrucción, una voz claramente humana, con acento andaluz, me preguntó:
-         ¿Qué se le ofrece?
            Me volví creyendo que había sido alguien que estaba detrás de mi. Nada. Estaba completamente sola.
-         ¡Que qué quiere! –gritó--.
            Salté como un  resorte hacia atrás y tímidamente pregunté:
-         ¿Quién lo pregunta?
-         El que carga las máquinas –dijo--.
-         ¡Ah!
-         ¡Coño, que qué quiereee!
-         Pues dinero, 50€. No voy a querer un traje.
            Reconozco que los dichosos cajeros son prácticos, pero las pocas veces que los he utilizado siempre me crearon problemas. Otra vez me cogí el dedo con la puerta. Con eso de meter la tarjeta y abrir a un tiempo, te haces un lío. Siempre crees que haces el ridículo, que alguien te mira, que pueden atracarte…
            Bueno, ya está bien de darle vueltas al problema. ¿Qué hago con un vestido de fiesta y con mocasines? Ya sé, alquilo unos zapatos. ¿Pero dónde? ¿Y si le cuento a la Añaños –así se apellida la novia—lo que me ha pasado? Dirán que tengo poca clase, darme a entender por unos zapatos. Tira uno de tarjeta y se compra otros. Claro que no sabe eso de que no tengo tarjeta. Llevo el dinero escaso, para el hotel (está bien, pensión) y poco más. La verdad es que si no dan bien de cenar voy a pasar más hambre que el pavo de una rifa. Pero la cosa es aparentar.
            He ido a tomarme un café, pues la película que ponían en el tren era de esas de sangre, de las que yo llamo de casquería y me estaba revolviendo las tripas. Además, con las prisas, no había desayunado y tenía hambre.
            Como el día había empezado tan desastroso, pensé que sólo faltaba que, mientras tomaba el café, me robasen. Claro que ¿Quién iba a robar una bolsa de lona con propaganda de agencia de viajes? Ésta era de mi hermana, de un viaje a México. Eso era un viaje. La verdad es que yo estaba feliz por ir a la boda de una amiga. Hace tiempo que no nos veíamos, pero fuimos compañeras de trabajo y la casualidad hizo que nos volviésemos a encontrar hace dos meses. Le prometí que si me invitaba a su boda iría. Y allí estaba yo, descalza.
            ¡Ya lo tengo! Compraré los tacones más baratos que encuentre, los teñiré con purpurina dorada y a correr. Eso me dejará en la más absoluta miseria, pero qué más da. Hay que aparentar. Como la cena de la boda creo que es de tipo buffet, arramblaré algo para poder comer al día siguiente.
            ¡Qué susto me he dado! Al volver del vagón restaurante creí que me habían robado el jamonero. Por lo visto alguien, al pasar, se ha medio desgraciado y me lo han cambiado de sitio. Con lo agitado del viaje, el lazo ha quedado bastante aplastado. Además, sobresale el pincho (claro, como no está clavado dentro un pata negra) y eso ha hecho que se rompiera el papel.
            ¡Atiza, no había caído! ¿Cómo les hago llegar el jamonero? Quién me mandaría a mí hacer semejante regalo. Podría haberles comprado un marquito de plata.  O un juego de toallas. Mejor no estar delante cuando lo abran. Hubiera sido preferible el jamón en vez del jamonero. Claro que entrar en la iglesia con el jamón hubiese sido de película de Almodóvar. Además, tendría que llevarlo cogido por la pata y eso deja grasa y olor en la mano y se supone que en una boda te presentan a mucha gente.
            ¡Pero qué ceniza soy! Y si en la boda conozco al hombre de mi vida.. Claro que a quien le va a impresionar una chica cuarentona que regala jamoneros. Ya lo tengo. Le daré una propina (si me queda algo después de la inversión en los zapatos) al chico del hotel para que lleve el regalo a la Añaños.
            ¡Y yo que había planeado todo lo contrario! Saqué el billete en primera clase por aquello que he explicado antes. Tenía pensado un buen desayuno en casa, un arreglo artesano de cara, un plácido viaje viendo pasar campos, árboles. En fin, disfrutando de todo y, --¿por qué no?—de un buen compañero de asiento. Lo de “buen” en el peor sentido, naturalmente. Pero nada.
            A la novia, que se ofreció a reservarme hotel, le dije que iba a casa de unos amigos de mis padres. Dije esto, siendo mentira, para evitar que me reservasen en el Hotel María Cristina, pero yo, más allá del hostal Bahía, no puedo pagar.
            ¿Y si detrás de estos pequeños desastres está por fin el hombre de mi vida? Buena falta me hace, pues si me descuido, en vez de marido con quien compartir la vida, tengo que buscar abuelete con el que repartir la jubilación.
            El tiempo, que al principio de este viaje corría tan apresuradamente, ahora parece que se ha detenido. Llevo más de una hora de viaje y todavía no he decidido qué hacer. Siento cómo me voy desinflando. Voy a la boda de una amiga no muy íntima, a quien le llevo un regalo absurdo, que me hará quedar como una cretina. Para colmo, el vestido que he podido comprarme no es el que quisiera haber llevado; si será basto el bordado que sólo del roce ya me pica. Los zapatos, ni mencionarlos. Como bolso de fiesta no tengo (ni dinero para comprarme uno, claro) me he forrado una cartera que tenía de paja con un trozo de raso negro. Ya veremos cómo resulta, sólo falta que se me desmonte antes de estrenarlo. Los pendientes son de mi hermana, igual que el sujetador, pues negro yo no tengo. Lo malo es que donde caben dos podrían caber cuatro. Qué digo cuatro, seis. Esto lo he resuelto poniéndome de relleno la espuma de unas hombreras. Como las hombreras de un jersey eran poco, he tenido que ponerle  las de un abrigo. Por si hace frío, me llevo un mantoncito negro de mi madre, que ella a su vez heredó de una de sus tías. Lo tuvimos un día entero colgado en el tendedero para que perdiera el olor a alcanfor.
            El pelo, cuando coja mi estilo, no me lo veré tan mal. Ayer fui a una de esas peluquerías en las que te atienden chicas que están aprendiendo. Me tocó una nueva (debió de entrar en la academia a la vez que yo) y me hizo un corte, que aún dudo si no fue con los dientes. Para no ponerla nerviosa, no quise mirar mientras me esquilaba y me pasé el rato entretenida con una revista. Ya digo que no miré, pero no pude evitar oír a la profesora decirle:
-         No te preocupes, la próxima vez te saldrá mejor.
            Cuando me vi casi se me escapa un taco. Pero no, sólo tuve fuerzas para decir:
-         ¡Sopla!
            Miré a la pobre chica, asustada, y sólo dije:
-         Si me has dejado las orejas, ya está bien; no te preocupes.
            Pobrecita, aún me dijo toda contenta:
-         Sí, sí, las orejas sí.
            Cuando pagué la miserable cantidad que me cobraron, la “profesora”, muy digna, me dijo que si quería un servicio más profesional debería ir a otro salón, que allí las muchachas estaban aprendiendo, de ahí el precio. Le di las gracias por la información.
            Después de este repaso a lo que se me avecina, me he puesto a llorar como una desconsolada.
            En estas estaba cuando, medio dormida, oigo a mi madre gritar mi nombre con energía y señalarme el reloj, al tiempo que me recomendaba salir zumbando si quería llegar a tiempo para tomar el tren.
            Qué problema acabo de quitarme de encima, pensé. Di media vuelta y me arrebujé entre las sábanas sonriendo porque todo había sido un sueño.
            Mientras metía la cabeza debajo de la almohada, oí a mi madre rezongar, mientras se alejaba:
-         De las dos, ésta es la más rara, mira que ahora no querer ir a la boda…

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